El último verano de
Director: Julia Solomonoff
Con: Guadalupe Alonso, Nicolás Treise, Mirella Pascual
GUIÓN: Julia Solomonoff
FOTOGRAFÍA: Lucio Bonelli
MONTAJE: Rosario Suárez, Andrés Tambornino
PRODUCCIÓN: José Oscar Salvia, Julia Solomonoff,
Doménica Films S.R.L.
Pedro no se saca la camisa. Un primer plano muestra su cuello tostado por el sol, solo hasta el borde. Nunca se la saca. No es por vergüenza con Jorgelina, sino porque les esconde algo a todos. Tetas les esconde, detrás de una faja. El conflicto de Pedro trae al recuerdo una película “X” (XX-X=Y), pero, punto para Solomonoff, existe una gran diferencia entre ambas. Una estalla el síntoma médico de deformación operable cada vez que puede, insoportablemente sufrida y culminante, hasta en los cromosomas de su título. En cambio “la boyita” (me permito el seudónimo cariñoso) es sutil, aborda el tema desde el desconocimiento de los personajes y lo hace sin certificados médicos, ni decisiones; con la sola y mínima preocupación de aquellos que tampoco pueden hacer tanto.
Pero, ¿qué es una boyita? Pocos (en promedio, nadie) lo saben. Al parecer es un vehículo, típico, según el raro pensamiento de Solomonoff, de los 80´. Una casa rodante en realidad, media hippie, pero más familiar. El último verano de la casa rodante podría ser más reconocible, pero tampoco serviría. La boyita está estacionada en el patio de la casa de Rosario. Cuando Jorgelina toma la decisión de no ir a Gesell por su hermana, que ya se ocupa solo de gustarle a los chicos y la deja de lado… la boyita sigue estacionada, sin siquiera entender el mal momento de la niña, ni ofrecerle ningún recuerdo grato aparente. Luego de diez minutos, se marcha al campo con su padre, recién separado de la madre, y nunca, nunca extraña a la boyita, ni a su casa, ni a su hermana, un poco si a su madre, pero no tanto. Cuando empieza a relacionarse con Pedro, el vehículo en gracia sigue en Rosario, olvidado. El último verano en que Jorgelina es niña o que, Pedro es hombre o que, la hermana hecha señorita es virgen… hubiesen sido más acertados. El artefacto en cuestión es algo que Jorgelina deja atrás, para nunca sentir su pérdida. La historia va para otro lado. El capricho de meter una boyita es el talón de Aquiles de la película, que se repite infinitamente con otras situaciones. Para la directora quizás SÍ signifique algo: su infancia, su casa en Rosario, en los 80´, con la boyita estacionada en su patio. Recuerdos personales que se hacen evidentes y sacan con un topetazo de la ficción para entrar en la suposición de cómo fueron los días de la infancia de Solomonoff. Yo no viví en Rosario, ni mis padres tienen un campo en Entre Ríos, si vacacionaba en Gesell, pero ese es otro tema. Quizás por eso no entiendo el papel de la boyita en su último verano, y me molesta. Sobre todo porque la directora no se tomó el trabajo de convertir a esa casa rodante en algo que afectara emocionalmente al resto de los espectadores que no teníamos ninguna experiencia previa con ella.
Sin embargo, hay que destacar dos puntos fuertes que rescatan a la boyita de ahogarse en un océano de nada, la olvidable y misma nada: La dirección de actores y la construcción del guión. Las actuaciones permiten que la película provoque algo, no curiosidad por la trama, sí la posibilidad de sobrellevar la historia, sin salirse de la naturalidad que intenta a cada momento concentrar en ellos. Nunca, en ningún instante, un gesto o movimiento o mirada hacen ruido. Nuevo punto para Solomonoff. En cuanto a la estructura, se nota un trabajo intensivo en el guión, construido con una red de sutilezas que suman. La hermana, que al principio está indispuesta (casi) por primera vez y no se puede meter al agua; corresponde al caso de Pedro, que no se quiere meter porque también ya es mujer.
En cuanto a la forma, una cámara en mano casi constante, estilo parkinson, desestabiliza la quietud de la imagen y la combina con la inquietud de los personajes. Hay algunos planos expresivos circunstanciales, con una luz que se impone sin sobresaltos ni excesos. El gran problema recurrente es el pésimo sonido que obliga por momentos a leer los subtítulos en inglés.
Dos trenes van por la misma vía, en direcciones contrarias, a mínima velocidad. Uno lleva los recuerdos de la infancia de la directora, el otro lleva su película Hermanas. Chocan y sin heridos ni descarrilamientos, quedan estancados en el mismo lugar. Al no tener salida, Solomonoff decide contar una historia con los elementos que tiene a mano. Le sale bien, pero queda exigida por haber sido pensada en base al aburrimiento del choque, del estancamiento, de la nostalgia. El último verano de la boyita es una película correcta, en el sentido más conservador de esa mala palabra.
Soledad Bianchi
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