Sed de mal (Touch of evil, 1958)
Director: Orson Welles
Nacionalidad: Estados Unidos
Intérpretes: Orson Welles, Charlton Heston, Janet Leigh.
Entré para revolver libros viejos. Quedé impactado con la cantidad de papel impreso que iba del piso al cielo raso. Al final de ese traveling horizontal lo vi. Mis sensaciones pasaron de impacto a proféticas, reveladas. En el último estante me miraba. Un juguete de la infancia donado por error. Un cáliz perdido. Yo lo disfrutaba en mp3, creía que lo conocía. Pero allí estaba. Como testamento de que mis oídos me engañaban. Manipulado, digitalizado, mal parido. Me miraba y me condenaba. Sólo atiné a decir “me lo llevo”. “¿Cuál?” preguntó la anciana. Y señalándolo como un desafío dije: “el vinilo de Creedence Clearwater Revival, Cosmos factory”.
Días antes, al leer la programación del Festival, una revelación similar se hizo presente delante de mis narices: Sed de mal de Orson Welles. Mientras, en soliloquio, decía “ya la vi, ya la conozco”, un Welles de 150 kilos me golpeó con su bastón. Desde ese día, una pavloviana cicatriz me recuerda que hasta no ver en pantalla grande el perfecto traveling con el que inicia esta película, he visto poco. O tal vez nada. Verlo en
Una bomba es plantada. Una explosión florece. Un detective (Quinlan/Welles) pone evidencia falsa. Un fiscal lo persigue. Todo pasa en la frontera EEUU/México. Esta dualidad será representativa en la trama, en la cámara y en Welles. La civilización y la barbarie se distinguen geográficamente, pero sus personajes son inversos. El detective Quinlan representa a la civilización, la modernidad, la ley establecida, pero como personaje representa la barbarie, lo deforme, lo no-definido. México no tiene reglas, la mafia domina el territorio salvaje. Pero el esbelto Vargas (Heston) es un representante honesto y prolijo. Sed de mal es un ying-yang. México es negro, pero tiene su punto blanco: Vargas. EEUU es blanco, pero tiene su punto negro: Quinlan. Un ángel del infierno contra un demonio del cielo.
Todo lo que construye el director con la cámara, lo destruye como actor. Los posicionamientos perfectos y manieristas, poéticos, son destruidos con la mala ortografía que representa Quinlan en pantalla. Gordo, deforme, viscoso. Las tinieblas por las que se mueve la película están llenas de barroquismo. Aun donde puede verse poco por la acumulación de objetos, se lo ve todo. La dualidad wellesiana fluye en cada fotograma que filmó, pero acá cita a su primera obra maestra. El bastón (cane, en inglés) remite a Citizen Kane. En el bastón que Quinlan olvida en la escena del crimen y vaticina su caída reside la habilidad de Welles como director. Este monstruo cinematográfico jamás olvida su bastón. La autoría, evidente ya en su primera película, es el apoyo donde residió toda su obra futura. De olvidarse el bastón en una de sus películas, de dejarlo todo en ellas, yo no habría podido haber visto hoy Sed de mal. Y, aunque tarde, me siento orgulloso de poder reconocer esta obra. Porque si hoy se proyectó en el ciclo “Omisiones de
Adrián Zorgno.
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