Una de las razones por las que disfrutamos tanto del cine es porque somos concientes de que no importa cuán terrible sea lo que pasa del otro lado de la pantalla, esa misma pantalla nos protege. Lo que está ante nuestros ojos es siempre artificio, ficción, aunque en ocasiones sea demasiado parecido a la realidad que conocemos.
Sin embargo, hay algunas películas que consiguen despojarnos de esa tranquilidad que nos da saber que todo eso “es mentira”. Una de ellas es Funny Games (Michael Haneke, 1997).
Haneke empieza el film con una escena casi profética, en la que la familia protagonista aparece jugando mientras viaja. Hacen sonar una pieza de música clásica en el estéreo del auto y el resto debe adivinar de cuál se trata. De pronto, los títulos empiezan a aparecer al tiempo que irrumpe una canción trash metal de John Zorn que quiebra la tranquilidad. Es una manera de anticiparse a lo que vendrá: pronto, la pacífica vida de esta familia será invadida por la “visita” de dos enigmáticos jóvenes decididos a proponerles un juego distinto. La calma será reemplazada por el miedo, el caos y el descontrol.
Quizás sea justamente esa la palabra central de esta película: (des)control. Los jóvenes someten a la familia a toda clase de atrocidades pero, en varias ocasiones, uno de ellos (Paul -Arno Frisch- que de alguna manera es el líder) se dirige directamente a cámara para comunicarse con nosotros espectadores, evaporando la seguridad que la pantalla podría darnos. Ellos parecen tener el control: deciden quién muere, cómo y cuándo, pero se nos pregunta si nos parece suficiente o de qué lado estamos, o se nos guiña un ojo. Nos hacen parte del juego, somos testigos y cómplices de lo que sucede. La ficción se confiesa como tal y esa confesión nos aleja, enfría las cosas, pero a la vez nos hace parte de ella y eso nos acerca, nos implica. Perdemos el control de nosotros mismos.
Pero en una escena, casi al final, las cosas cambian. Las víctimas ruegan que el juego se termine, y Paul nos dice, mirándonos a los ojos: “quieren un final de verdad, un desarrollo creíble, ¿no?” Enseguida le propone a Anna (Susanne Lothar) un nuevo juego; si es capaz de rezar una oración sin cometer errores, podrá decidir quién muere y cómo. En un momento de descuido de Paul, Anna toma una escopeta y dispara a Peter (Frank Giering), el otro joven. Atónito, Paul empieza a buscar el control remoto con desesperación. Cuando por fin logra encontrarlo, rebobina la escena hasta antes de la muerte de su compañero para terminarla con una muerte distinta, la de Georg (Ulrich Mühe), el esposo de Anna. En esta escena, literalmente, los agresores pierden el control sobre sus víctimas. La decisión del director, que permite que rebobinen y tengan una segunda oportunidad, demuestra quién tiene el verdadero control: Haneke. Es él quien pone las reglas, quien decide lo que realmente pasa y quien nos dice que ese giro en el que Anna conseguía disparar no era lo suficientemente creíble; a partir de este momento, no podemos esperar un final feliz.
Como ya dijimos, en esta película es Haneke quien pone las reglas. Y justamente porque le gusta poner las reglas, se permite jugar con ciertas convenciones del género al que se acerca (terror/ thriller) y alterarlas.
En primer lugar, en Funny Games la luz resulta más aterradora que la oscuridad. Un buen ejemplo es la escena de la persecución de Paul y Schorschi (Stefan Clapczynski), el hijo de los protagonistas. Cada vez que una luz se prende, tememos por la seguridad del niño, cuando lo usual es que sea la oscuridad la que genere esa incertidumbre.
Algo similar sucede con el color blanco, que por lo general da la sensación de pureza e inocencia o de tranquilidad; de ahí que muchas veces fuese el color para distinguir “al bueno del malo” en el cine clásico. Aquí el blanco lo invade todo, pero nunca tranquiliza. Es el color de la ropa de Paul y Peter, de las paredes que luego se manchan de sangre, de las rejas de la casa que Schorschi no puede saltar, de la pelotita de golf (nunca una pelotita de golf fue tan siniestra…), y hasta de los huevos que sirven de excusa para comenzar el juego.
Pero quizás la regla más importante que se atreve a quebrantar sea la de representar la muerte de un niño, cosa que el cine suele rehusarse a hacer. Pero lo hace respetando una de las constantes de la película, es decir, utilizando el fuera de campo. Escuchamos el disparo, pero no vemos el impacto. Enseguida aparece un plano del televisor manchado de sangre que da comienzo a un plano secuencia desgarrador de más de diez minutos de duración en el que reinan la cámara fija y un silencio angustiante que sólo se quiebra para dar paso a los sollozos y gemidos de Georg por la muerte de su hijo. La cámara permanece a una distancia casi prudencial, como si comprendiera el dolor de los personajes y decidiera respetarlos; y al estar fija durante varios minutos (por momentos la imagen llega a parecer una fotografía) evidencia que ante la muerte de un hijo, el tiempo se detiene. Estamos ante un director que se atrevió a representar eso a lo que tantos otros le temen; después de ver Funny Games seguramente sean aún menos los que se atrevan, porque difícilmente puedan hacerlo como Haneke.
A fin de cuentas y como su nombre lo indica, Funny Games es un juego. Un juego siniestro, hermético y perturbador. Y como su nombre lo indica, también puede ser divertido; pero claro, eso depende de cada espectador.
Por M. Sol Salaberría.
(M. Sol Salaberría. es alumna de segundo año de