Lanzado por la 20th Century Fox en 1971, este oscuro film se ha vuelto objeto de culto y homenaje en el correr de los últimos 20 años. De Guns n Roses, Primal Scream, Audioslave desde sus discos y clips, hasta la última Death proof de Quentin Tarantino, Vanishing point parece alzarse como un fuerte polo de referencia para expresiones artísticas que continúen deshilachando visiones excesivas de la libertad y de la resistencia a lo establecido, así como de ciertos componentes inconscientes del ser norteamericano.
Pero hay algo más. Y es que lo más provocante de Vanishing point tal vez radique en lo irracional de todo. Si la huida y la velocidad anudan la gran metáfora de la desobediencia, lo absurdo de los acontecimientos y lo desmedido de las reacciones hacen surgir un clima cuasikafkiano de sinsentido y desolación que también impregna al espectador. Lo único que se sabe es que el protagonista de la historia no ha cometido ningún crimen. Si bien unos pocos y aislados flashbacks aportan retazos sobre los fracasos de Kowalski –un Mr. K sin nombre propio…-, éste nunca se apoya en ellos como justificación. La narración juega erráticamente con el clásico vínculo entre información y motivación: no se retroalimentan. Es así como el film prefiere tender a lo contemplativo: busca exhibir la ilógica y lenta pero progresiva autodestrucción de un ser en un mundo que, ante tal espectáculo, se vuelve loco y decide perseguirlo, detenerlo, destruirlo él antes de que lo logre. Lo que nunca quedará realmente claro es cuál de los dos había enloquecido primero.
Si Vanishing point puede interpretarse en clave política como film anticonservador, enfrentado con una Norteamérica racista y antihippie, es decir con enemigos muy precisos, la alternativa no consiste aquí en responder, en ponerse de pie frente al sistema, actitudes sí pretendidas por diversas experiencias políticas vividas los años anteriores en los Estados Unidos. La “línea política” de Vanishing point tal vez sea menos clara aunque más filosa. La autoaniquilación elevada a la categoría de gesto mudo de resistencia, tan grandilocuente como el ataque de contención ante el que se activa, es la gran estrategia del film para exponer la básica irracionalidad de las instituciones de control social, las que ya ni saben qué ni por qué lo hacen. Por entre ellas circula, no menos indescifrable, el sujeto. Kowalski es una nada tan grande como el Estado que lo persigue, y lo sabe. Pero a nuestros ojos, la fidelidad que él ha encontrado para consigo mismo, para con Su Nada, es el punto de identificación más fuerte, la punzada verdaderamente fuerte de Vanishing point; el punto de encuentro, incluso, con la mejor escuela de la narrativa clásica americana (la mano de Guillermo Cabrera Infante en el guión, alias Guillermo Cain, se hace muy palpable). Llegado ese punto, ya no importa por qué, pero Kowalski no puede, no va a detenerse. Porque ha atravesado el punto en el que un ser humano llega a enfrentarse a sí mismo en el escenario de un mundo que no permite esa clase de encuentros, un mundo que se come a sí mismo sin saber por qué. Cerca del desvanecimiento, Kowalski habrá reaprendido las viejas lecciones de los Welles y los Ford: abandonando el mundo, incluso para salvarlo aún tratándose del mundo más hipócrita, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer si considera que llegar a ser un hombre es algo que todavía tiene sentido. Cada quien sabrá qué. Kowalski corre.